Al inmaduro corazón español, que confunde el amor y el matrimonio con una película de Disney, le acompañan leyes pueriles, que no contemplan la posibilidad de un contrato civil de matrimonio indisoluble.

Llevo años contando la anécdota, que se non è vera è ben trovata, pero no tengo a mano otra que exprese mejor la situación: esto era un escritor que, para poder acabar su novela, se escondió en un pueblecito perdido en el Sur de Italia; y allí encerrado, trabajaba todo el día, y al caer la tarde daba sus paseos con el cura del pueblo, un viejecito sabio y culto. Una tarde le preguntó: “Oiga, padre: usted, que ha visto de todo, que lleva medio siglo en el confesonario oyendo a gente que desnuda su alma, dígame: ¿cómo es el corazón humano?” El curita se paró, dio una calada al pitillo y, tras unos segundos, resumió su pensamiento así: “Apenas hay adultos”.

Efectivamente, los hombres actuamos un sinnúmero de veces como críos irresponsables, por impulsos sentimentales o por golpes de mal genio, nos alegramos y nos irritamos fácilmente, tomamos decisiones importantes por puros caprichos o atracciones pasajeras. Y donde se ve como en pocas ocasiones este modo pueril, infantiloide, de actuar, es en el matrimonio. Tenemos del amor una idea que se parece más a una película de Walt Disney que a cualquier otra cosa: lo confundimos con la pasión sentimental, con el erotismo o con la mera genitalidad gimnástica. Con lo que sea menos con la entrega al ser amado. Cuando una sociedad se manifiesta tan poco adulta en asunto crucial para la vida como este del matrimonio, no tiene nada de extraño que las leyes sigan la corriente y establezcan normas acordes con esta pueril irresponsabilidad. El divorcio es la muestra más visible: a la decisión caprichosa o poco meditada de casarse ha de corresponder un modo de deshacer la tontería cometida. Pues bien, en nuestro país se ha llevado esta lógica hasta el extremo de que la ley ni siquiera considera la posibilidad de realizar un contrato civil de matrimonio indisoluble.

A las primeras de cambio

Lo diremos más claramente: si usted quiere casarse para toda la vida, la ley española no le deja hacerlo. Casarse para siempre es ilegal en España. Ni siquiera cabe esta posibilidad para quien quiera aprovecharla. El matrimonio para toda la vida va contra la ley.

En una situación así no tiene, desde luego, nada de particular que la posibilidad necesariamente abierta de divorciarse produzca un efecto estimulante de los divorcios: por un lado está todo eso del valor ejemplar de las leyes; por otro, como es evidente que toda pareja que convive tiene períodos de dificultades, de problemas y hasta de crisis, la ley divorcista es toda una invitación a liquidar el compromiso matrimonial a las primeras de cambio.
Podría pensarse que al fin y al cabo tampoco se hunde el mundo por concebir el matrimonio de esta manera. Es posible. Lo que ocurre es que, cuando de un matrimonio han nacido hijos, es muy bien sabido que el divorcio de sus padres les afecta, y siempre para mal. Los hijos, sobre todo los menores de edad, son tan víctimas del divorcio como los que se divorcian, o acaso más; sólo que ellos son inocentes.

Ya sé que hay casos límite de convivencia dañada sin remedio, imposible de recomponer. Ya sé que hay circunstancias sobrevenidas que causan situaciones límite que hay que resolver de alguna manera. Todo eso es cierto, como lo es que toda persona que sufre quizás necesite una regañina por un comportamiento poco responsable, pero también, y sobre todo, necesita comprensión y afecto. Pero, ay, vivimos tiempos en que distinguir entre las personas y las conductas es toda una rareza. Una rareza de adultos. En estos tiempos parece que lo que hay que hacer es disimular y fingir que un divorcio es un acontecimiento familiar “normal”, casi como un cumpleaños. Pero alguien tiene que decir que no hablar de las cosas no quiere decir que las cosas dejen de existir.

Ramón Pi